Antiguamente, no había sobre la tierra ningún
hombre, ningún animal, ni árboles, ni piedras.
No había nada. Esto no era más que una vasta extensión desolada y sin límites,
recubierta por las aguas.
En el silencio de las tinieblas vivían los dioses Tepeu, Gucumats y Huracán.
Hablaban entre ellos y se pusieron de acuerdo sobre lo que debían hacer.
Hicieron surgir la luz que iluminó por primera vez la tierra.
Después el mar se retiró, dejando aparecer las tierras que podrían ser
cultivadas, donde los árboles y las flores crecieron.
Dulces perfumes se elevaron de las selvas nuevas creadas.
Los dioses se regocijaron de esta creación. Pero pensaron que los árboles no
debían quedar sin guardianes ni servidores. Entonces ubicaron sobre las ramas y
junto a los troncos toda suerte de animales.
Pero éstos permanecieron inmóviles hasta que los dioses les dieron órdenes:
-Tú, tu irás a beber en los ríos. Tú, tu dormirás en las grutas. Tu marcharás
en cuatro patas y un día tu espalda servirá para llevar cargas. Tú, pájaro,
vivirás en los árboles y volarás por los aires sin tener miedo de caer.
Los animales hicieron lo que se les había ordenado.
Los dioses pensaron que todos los seres vivientes debían ser sumisos en su
entorno natural, pero no debían vivir en el silencio; porque el silencio es
sinónimo de desolación y de muerte. Entonces les dieron la voz.
Pero los animales no supieron más que gritar, sin expresar ni una sola palabra
inteligente.
Entristecidos, los dioses formaron consejo y después se dirigieron a los
animales:
- Porque ustedes no han tenido conciencia de quiénes somos, serán condenados a
vivir en el temor a los otros. Se devorarán los unos a los otros sin ninguna
repugnancia. Escuchando eso, los animales intentaron hablar. Pero sólo gritos
salieron de sus gargantas y sus hocicos.
Los animales se resignaron y aceptaron la sentencia: pronto serían perseguidos
y sacrificados, sus carnes cocidas y devoradas por los seres más inteligentes
que iban a nacer.
Extraído de Sinfonía Fantástica
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