domingo, 11 de agosto de 2013

LAS DUDAS DEL PREDICADOR de Carlos Monsiváis (mexicano)

 
   Ha medida que me he ido interiorizando de la literatura Latino Americana, me llama la atención que la mayoría de los escritores juegan con la trama de sus obras cambiando el giro de los acontecimientos y sorprendiéndonos con el final. Yo pensaba que era un atributo de Cortázar, pero me he llevado una agradable sorpresa al darme cuenta de que es algo propio de nosotros.
     En este contexto le dejo este extraordinario microcuento del escritor mexicano Carlos Monsiváis.

    Enmienda tú, arcángel San Miguel, apóstol de las intercesiones sin lisonjas, enmienda tú a estos naturales y nativos, y extírpales las influencias perversas, y el ánimo de transformar los templos en tianguis indecentes, y borra de ellos las supersticiones, y elimina con ira a sus falsos reyes, sus abominaciones y blasfemias, sus monstruos que paren ancianos a los catorce meses, y sus iguanas que hablan con las reliquias como si éstas tuvieran don de lenguas.
Varón inmaculado, santo arcángel, castiga a los nativos, cortos de manos y restringidos de piernas, quebrantados y confusos. Haz que sepan de tu aborrecimiento y tu justicia. Que sus arroyos se tornen polvo abyecto, sus perros amanezcan desdentados, su falsa mansedumbre se vuelve azufre y sus cánticos sean peces ardientes sobre su miseria. Pasa sobre sus dioses escondidos cordel de destrucción y que en el vientre de las indias mudas aniden humo y asolamiento.
   Porque, enviado con alas, éste tu siervo ha vivido entre nativos muchos años, exhortando y convirtiendo a quienes no quieren distinguir ya entre la verdadera religión y las idolatrías nauseabundas, entre el pecado y el respeto a la Ley. Castígalos, Miguel, y devuélveme mi recto entendimiento, para que ya no sufra, y abandone los tenebrosos cultos de medianoche y nunca más le ruegue, pleno de confusión y de locura, a Tonantzin, Nuestra Madre... de la que inútilmente abominan los hombres barbados que con espada y fuego instalaron sus dioses en nuestros altares creyendo, pobres tontos, que hemos de abandonarla algún día, a ella, nuestra diosa de la falda de serpientes.

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