Quiero agregar otros microcuentos de Luisa Valenzuela, he tratado de encontrar algún libro de ella, pero no he podido encontrar ninguno, incluso fui a Concepción pero no tuve suerte.
Lo bueno es que le mande un mail y tuvo la deferencia de responderlo por lo cual estoy muy contenta, me parece que fue muy considerada en hacerlo, me felicito por el blog, me deseo suerte y me dijo otras cosas muy bonitas, por lo que ya me siento ganadora.
Bueno les dejo estos preciosos microcuentos de esta maravillosa escritora argentina y les debo el comentario de algún libro.
Crisis
Pobre. Su situación económica era pésima. Estaba con una mano atrás y la otra delante. Pero no la pasó del todo mal: supo moverlas.
Este tipo es una mina
No sabemos si fue a causa de su corazón de oro, de su salud de hierro, de su temple de acero o de sus cabellos de plata. El hecho es que finalmente lo expropió el gobierno y lo está explotando. Como a todos nosotros.
La chica que se convirtió en sidra
Jorge, Eduardo, Ernesto, Alfredo, Alberto, uf, y tantos otros. Tengo 27 novios y un manzano. Eso quiero que dure: los frutos colorados. Es tan fácil así. Llamo a un muchacho, le doy una manzana y al mismo tiempo le pregunto ¿querés ser mi novio? Si dice que no, le quito la manzana aunque ya esté mordida (prefiero tirarla a la basura). Pero si me dice que sí ¡qué alegría! anoto enseguida un nombre nuevo en mi lista. Trato en lo posible de que sean todos nombres diferentes: es una buena colección, no quisiera estropearla repitiéndome. Yo les doy la manzana que les abre la sed y ellos son insaciables. Después me piden la prueba de amor para sellar el pacto y yo no soy quién para negarme.
El resultado es de lo más agradable, poco a poco voy sintiendo fermentar mis partes interiores y eso me hace cosquillas. Con el tiempo que pasa -y pasan los muchachos- me voy descubriendo un olor dulce que me viene de adentro, un perfume a manzanas, y mi manzano sigue dando sus frutos y los muchachos llegan ya de los barrios alejados a pedírmelos. Primero tienen que comerse la manzana -ya se sabe- si no, no son mis novios. Después nos revolcamos un ratito entre los pastos altos al fondo de mi casa y cada vez me siento más licuada entre sus brazos, efervescente y pálida. Por eso mismo me mandé a fabricar el tonel grande: por si un día se me ocurre retirarme a terminar el proceso ¿podrá seguir sin ellos, sin mis novios? Y segunda pregunta ¿quiero realmente cambiar tan a fondo? Preferiría seguir repartiendo manzanas, pero ése es el problema: siempre se conoce lo que se da, nunca las transformaciones que se pueden sufrir con lo que se recibe a cambio.
La cosa
Él, que pasaremos a llamar el sujeto, y quien estas líneas escribe (perteneciente al sexo femenino) que como es natural llamaremos el objeto, se encontraron una noche cualquiera y así empezó la cosa. Por un lado porque la noche es ideal para comienzos y por otro porque la cosa siempre flota en el aire y basta que dos miradas se crucen para que el puente sea tendido y los abismos franqueados.
Había un mundo de gente pero ella descubrió esos ojos azules que quizá -con un poco de suerte- se detenían en ella. Ojos radiantes, ojos como alfileres que la clavaron contra la pared y la hicieron objeto -objeto de palabras abusivas, objeto del comentario crítico de los otros que notaron la velocidad con la que aceptó al desconocido-. Fue ella un objeto que no objetó para nada, hay que reconocerlo, hasta el punto que pocas horas más tarde estaba en la horizontal permitiendo que la metáfora se hiciera carne en ella. Carne dentro de su carne, lo de siempre.
La cosa empezó a funcionar con el movimiento de vaivén del sujeto que era de lo más proclive. E1 objeto asumió de inmediato -casi instantáneamente la inobjetable actitud mal llamada pasiva que resulta ser de lo más activa, recibiente. Deslizamiento de sujeto y objeto en un mismo sentido, confundidos si se nos permite la paradoja.
El abecedario
El primer día de enero se despertó al alba y ese hecho fortuito determinó que resolviera ser metódico en su vida. En adelante actuaría con todas las reglas del arte. Se ajustaría a todos los códigos. Respetaría, sobre todo, el viejo y buen abecedario que, al fin y al cabo, es la base del entendimiento humano.
Para cumplir con este plan empezó como es natural por la letra A. Por lo tanto la primera semana amó a Ana; almorzó albóndigas, arroz con azafrán, asado a la árabe y ananás. Adquirió anís, aguardiente y hasta un poco de alcohol. Solamente anduvo en auto, asistió asiduamente al cine Arizona, leyó la novela Amalia, exclamó ¡ahijuna! y también ¡aleluya! y ¡albricias! Ascendió a un árbol, adquirió un antifaz para asaltar un almacén y amaestró una alondra.
Todo iba a pedir de boca. Y de vocabulario. Siempre respetuoso del orden de las letras la segunda semana birló una bicicleta, besó a Beatriz, bebió Borgoña. La tercera cazó cocodrilos, corrió carreras, cortejó a Clara y cerró una cuenta. La cuarta semana se declaró a Desirée, dirigió un diario, dibujó diagramas. La quinta semana engulló empanadas y enfermó del estómago.
Cumplía una experiencia esencial que habría aportado mucho a la humanidad de no ser por el accidente que le impidió llegar a la Z. La decimotercera semana, sin tenerlo previsto, murió de meningitis.